15.11.17

Crónica de un cumpleaños no anunciado

Hoy, 12 de noviembre de 2017, cumplí cuarenta y seis años de edad. No un primer año, que a mi parecer debiera ser el único cumpleaños extraordinario en la vida de cualquier persona, especialmente si el cumpleañero es el primer hijo de una pareja. En realidad, ese primer cumpleaños es más una celebración para los padres primerizos que para el bebé. Pues resulta un logro extraordinario haber preservado la vida del niño (o la niña) durante sus primeras cincuenta y dos semanas. Muchos padres se preguntan, “¿Y cómo lo hicimos? ¡Ni idea! ¡Pues, celebrémoslo!” Esta celebración es una gran ficción en la que el primeañero ni se da por enterado. Los padres son otro cantar. ¡Salud!

Sí, el primer cumpleaños definitivamente, pero si soy un poco generoso tal vez puedo añadir otro más. Propongo el número cincuenta que es un buen número redondo y apunta a eso de la media vida. Seamos generosos pues. Si le damos uno al infante, reconozcamos otro más justo cuando el carrito empieza a bajar la cuesta más alta de esa montaña rusa llamada vida. El Cincuenta no podría ser mejor, ¿verdad? Y con mayúscula porque se lo merece. Sin embargo, el cuarenta y seis no cumple con estos requisitos. A pesar de vivir en el mismo vecindario cronológico que el Cincuenta, no debemos darle tanta cabeza. Y aún así es como, muy paradójicamente, nos encontramos en esta crónica de mi cumple número cuarenta y seis.

La celebración comenzó un día antes cuando me levanté temprano el sábado, 11 de noviembre, para ir con mi familia a correr una carrera de 5k en beneficio de Casa Chirilagua en Alexandria. Una rápida visita al sótano de la casa en preparación para nuestra salida me otorgó el primer regalo de la mañana: ¡un sótano inundado! Así como lo oyen o como lo leen, ustedes decidan.

Por un momento pensé que mis planes de ir a correr con sumo entusiasmo en una ultra frígida mañana de otoño en el norte de Virginia se echarían a perder. Pero me negué a darle ese lujo al calentador desaguado y su bastardo sótano inundado, y puse a buen uso una maravillosa aspiradora chupa-aguas que me regaló mi vecina antes de mudarse a otoños más frígidos que el nuestro. ¡Corrí los 5k antes de correr los 5k sacando agua!

Después de esa primera aventura precumpleañera partimos hacia Alexandria para los verdaderos 5k de Casa Chirilagua. Decir que la mañana estaba fría es una broma. Ni siquiera había comenzado la carrera y ya se me había congelado hasta el… pelo. Mi hijo M y yo corrimos juntos. Bueno, eso quiero pensar yo. De verdad corrimos juntos como unos cinco pasos luego de que comenzara la carrera porque después de esa introducción solidaria del hijo con su padre no lo volví a ver hasta que llegué a la meta. Allí ya estaba él lo más refrescado, como quien no quiere la cosa, y yo incrédulo además de tratar inútilmente de disimular mi falta de aire por no decir de condición física. “¡Bienvenidos al piso cuarenta y seis, papá! Te quiere, el catorce.” Está bien. No nos pongamos melodramáticos. Yo soy su padre y acá entre nos digamos que lo dejé llegar primero, pues porque soy un buen padre. Eso no se cuestiona. El resto del día lo pasé recuperándome de los 10k que a tan temprana y dichosa hora ya había corrido.

Así llegó el gran 12 de noviembre, día de mi cumple, que es más grande porque también es el cumple (hace más de trescientos años) de Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poeta, monja, académica, filósofa, dramaturga y feminista mexicana del siglo XVII. ¿Monja y feminista? ¡De que las hay las hay! ¿Cómo olvidar sus “Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis...”? Pero ya que esta es una crónica cumpleañera dejémonos de acusaciones necias y continuemos la celebración. ¡Ponme el alcoholado, Juana!

Nos despertamos, mi familia y yo, con el firme propósito de ir a la iglesia en la mañana y eso hicimos no sin antes enfrentar la disyuntiva de someterme a la tortura de una ducha helada o no. Tuve que filosofar a lo Shakespeare brevemente, ¿me la apunto o no me la apunto? Esa es la pregunta. ¡Hombre, no! A la casa de Dios nos vamos limpiecitos y olorositos. ¡Venga el chorro helado y con él los gritos incontenibles de quien detesta a muerte el agua fría! En realidad, no está mal darse una ducha helada de vez en cuando, algo así como cada diez años. Es rejuvenecedor y no hay mejor ocasión para ello que un cumpleaños ordinario como el 46. ¡Gracias desgraciado calentador desaguado! El número 50 será con burbujas de champaña y agua caliente en un jacuzzi, Dios mediante.

Luego de la iglesia regresamos a la casa haciendo antes una escala en el magnífico mega templo comercial llamado Costco para darnos un atracón de pizza. ¡Gracias, Costco, por el baratillo! La tarde se me fue en juegos de mesa con mi esposa y nuestra querida Rona. Siempre pierdo. Luego jugué ping pong con mi hijo L quien después de haber perdido el primer set se empantalonó y me ganó dos sets corridos. Digamos que lo dejé ganar, pues porque soy buen padre. Eso no se cuestiona. Entonces me puse a jugar Xbox por un rato para relajarme matando zombies a diestra y siniestra. Pero ¿saben qué? Los zombies ganaron… en múltiples ocasiones. Fue culpa del bendito control.

Una vez llegada la noche sacamos un delicioso bizcocho de chocolate y mi esposa e hijos me cantaron Cumpleaños Feliz. Oraron por mí y yo por ellos. Mi hijo menor oró una oración inolvidable para mí tanto por lo sencilla como por lo conmovedora, "Dios, gracias por el cumpleaños 46 de papá. Te pido que cumpla como 60 años más. Amén." Para ser un cumpleaños ordinario, fue un buen día. De hecho, esta crónica de un cumpleaños no anunciado no pudo haber sido mejor. Y claro, llegar a 106 añitos no estaría nada mal.