En el mundo antiguo, la cruz era utilizada como un instrumento de tortura y ejecución. La palabra cruz se menciona en el Nuevo Testamento unas 29 veces. La palabra no aparece en el Antiguo Testamento ya que la crucifixión no era practicada por los judíos, para quienes cualquiera que fuese colgado de un madero era considerado maldito (Deut. 21.22-23; Gál. 3.13).
La cruz era un símbolo de humillación para muchos pueblos en la antigüedad y para los romanos, en particular, se convirtió en un método predilecto de exterminar a los esclavos y tipos más bajos de criminales que no eran ciudadanos romanos. Los romanos fueron tan prolíficos en este tipo de ejecución que elevaron la práctica a un arte. Simplemente, la crucifixión fue la forma más cruel y degradante de castigo en aquel entonces.
Cuando se condenaba a un criminal a morir por crucifixión, primero se le azotaba con un látigo que tenía muchas correas de cuero y pedazos de hueso y metal en las puntas. Según la tradición de aquel entonces nuestro Señor Jesucristo sería latigado unas cuarenta veces antes de emprender el camino al lugar de su crucifixión. Cargar el propio instrumento de muerte no hacía más que aumentar la vergüenza de la condena.
Una vez en el lugar de la crucifixión, se desnudaba completamente al criminal para añadir aun más oprobio a la vergüenza. Lo colocaban sobre su cruz y le clavaban los brazos o las manos a la misma. Luego lo levantaban y entonces le clavaban los pies a la cruz. Siguiente se dejaba a la victima crucificada para que muriera de sed y agotamiento. Si se quería acelerar la muerte, se les quebraban las piernas al crucificado.
Nuestro Señor Jesucristo padeció todo lo descrito anteriormente con la única excepción de que sus piernas fueran quebradas como sus acompañantes en el Monte Calvario.
En los evangelios escuchamos a nuestro Señor Jesucristo mencionar la palabra cruz mucho antes de padecimiento en la misma. En cada mención que Jesús hace de la cruz, él presagia su muerte, el final que estaba dispuesto a enfrentar por amor de una humanidad separada del Padre. Así, escuchamos a nuestro Señor Jesús decir lo siguiente luego de que el apóstol Pedro confesara que Jesús era el Cristo enviado por Dios,
21 …les dijo: 22 —El Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Es necesario que lo maten y que resucite al tercer día. 23 Dirigiéndose a todos, declaró: —Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga. 24 Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará. Lc. 9
Cristo utilizó un símbolo de muerte para describir las implicaciones de ser un discípulo suyo. Tomar nuestra cruz, según lo expresa nuestro Señor, es renunciar al pleno ejercicio de nuestra voluntad para complacernos a nosotros mismos. Según nuestro Señor, tomar la determinación de ir en pos de él acarrea enfrentarnos a la posibilidad de la muerte misma. Negarnos a nosotros mismos es de por sí un gran reto; lo ha sido desde la caída de Adán y Eva.
Vivimos en una era en la que es ley complacernos a nosotros mismos. La auto-indulgencia es algo por lo que estamos dispuestos a pagar altos precios. La satisfacción personal se considera una ley en nuestros días y sentirnos bien antes que todo es el primer renglón en la lista de prioridades de nuestra actual sociedad. Practicar la autonegación no figura en el marco conceptual de muchos hoy día. De hecho, si hiciéramos una encuesta sobre lo que significa negarnos a nosotros mismos, no me sorprendería que muchos no supieran lo que significa.
Es por tal razón que nuestro Señor no habla de la autonegación en lo abstracto. El no nos dice, “Niégate a ti mismo” y nada más. Al contrario, Jesucristo añade a la autonegación un simbolismo que, si bien lo pensamos, está lleno de dolor. La imagen de una cruz forma parte de lo que significa convertirnos en discípulos de Cristo. Con la imagen de una cruz viene el peso de la misma.
Seguramente, Jesús presenció no pocas crucifixiones en su vida (antes de padecer la misma suerte) ya que los romanos, con toda premeditación y alevosía, hacían un gran espectáculo de las mismas. Jesús sabía que los condenados a muerte por crucifixión, llevarían sobre sí mismos el instrumento de su propia muerte. El espectáculo no era nada agradable a los ojos porque aquellos que se encontraban en condiciones de cargar su cruz luego de ser latigados sin remordimiento alguno por los romanos sentían verdaderamente el peso de la muerte sobre sus hombros.
Cuando Cristo habla de cargar la cruz no lo hace vanamente. Cristo no habla de negarnos a nosotros mismos en teoría. Cristo nos dice que el ejercicio de negarnos a nosotros mismos y cargar nuestra cruz conlleva un peso real—un peso que puede como última consecuencia valernos la muerte. Si me preguntan, no pienso a menudo que cargar mi cruz implica la posibilidad de mi muerte, mucho menos mi muerte inmediata. Sin embargo, ¿de qué otra cosa estamos hablando cuando hablamos de la cruz? ¿Qué significa negarnos a nosotros mismos en última instancia sino poner nuestra vida a la disposición de Dios?
Obedecer el llamado a ser discípulos conlleva un costo real y en nuestro caminar con Cristo debemos estar dispuestos a pagar ese costo diariamente. La versión DHH de la Biblia lo describe de esta manera,
“olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame.” Lc. 9.23
Seguir a Cristo implica negarnos a nosotros mismos día tras día. Tomar nuestra cruz en pos de Cristo significa levantar el peso de nuestro discipulado día tras día. No hay espacio para hacer esto una vez al año o una vez al mes o una vez a la semana. El costo del verdadero discipulado en Cristo es diario sin excepción alguna.
Recuerdo la historia de cinco misioneros estadounidenses que en obediencia al llamado de ser discípulos de Jesucristo, ese llamado de negarse a sí mismos y de tomar su cruz para seguirlo dejaron su país y se fueron al Ecuador en donde esperaban hacer contacto con los indios huaraníes en la selva ecuatoriana. Estos misioneros sabían del peligro que enfrentaban al tratar de hacer contacto con un grupo indígena para el que recurrir a la violencia y el asesinato era parte de su modo de vida. Aun así, uno de los misioneros, Jim Elliot, es recordado por la siguiente frase,
“No es un necio quien da lo que no puede retener para ganar lo que no puede perder.”
Estas palabras resuenan a aquellas dichas mucho antes por nuestro propio Señor Jesucristo, cuando dijo,
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la salvará.”
Nuestra salvación está escondida precisamente en aquello que aparenta ser un atentado contra nuestro ser y dignidad propios. Nuestra sociedad nos dice “primero soy yo, segundo soy yo y tercero soy yo”, pero para nuestro Señor Jesucristo nuestro ser y dignidad propios son secundarios a alcanzarlo a él. Es por eso que en Cristo la verdadera recompensa se halla en despojarnos a nosotros mismos y la verdadera vida comienza con nuestra muerte.
No es nada fácil escuchar a nuestro Señor decir que ser su discípulo requiere darle a él el primer lugar en todo. Estas son sus palabras en el evangelio de Lucas,
26 "Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo. 27 Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.” Lc. 14
Es un precio alto. El joven rico que se entrevistó con Jesús no estuvo dispuesto a pagarlo. ¿Qué tal nosotros?
Jesucristo mismo llevó la cruz más pesada de todas, la de una humanidad perdida. Hoy Viernes Santo leímos las siguientes palabras en la pasión de nuestro Señor,
17 Jesús salió cargando su propia cruz hacia el lugar de la Calavera (que en arameo se llama Gólgota).18 Allí lo crucificaron. Jn. 19.17
Por nosotros, Jesús cargo su propia cruz. Por él, y gracias a él, llevemos nosotros la nuestra.