El penúltimo capitulo del evangelio según San Mateo, el capítulo 27, narra que “Jesús dio otra vez un fuerte grito, y murió. En aquel momento el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron; y hasta muchos hombres de Dios, que habían muerto volvieron a la vida.” La muerte de Cristo fue un evento singular. A simple vista no lo parecería porque con Cristo fueron crucificadas otras dos personas. Los romanos hacían crucifixiones por jugar. Era un acto común en tiempos de Jesús. Claro, no dejaba de impactar a los videntes porque la crueldad del acto era demasiada, pero no dejaba de ser un evento ordinario a la vista de los transeúntes.
A pesar de eso la manera en que la Biblia cuenta como sucedió la crucifixión y, en particular, la muerte de Jesucristo llaman la atención debido a las señales que rodearon la muerte del Mesías. Para empezar, el velo del templo se rasgó. Eso de por sí es sumamente significativo porque daba a entender de plano que Cristo había roto el antiguo sistema que controlaba el acceso al Padre. Pero no sólo se rasgó el velo del templo; también tembló la tierra y las rocas se partieron. Además de eso, las tumbas se abrieron y muchos volvieron a la vida.
La potencia con que ocurrió la muerte de Cristo, la fuerza y el poder del momento en que expiró provocaron una reacción violenta en la naturaleza sin igual en la historia. Generalmente, la muerte es vista como la victoria sobre la vida, pero Cristo, en su muerte, viró la tortilla. Con su muerte Cristo manifestó irónicamente señales de vida.
A la muerte de un hombre, las tumbas de muchos hombres santos se abrieron, literalmente. ¿Cuándo se había escuchado cosa igual? ¿Que al preciso momento de la muerte de Cristo, otros que habían sido ya enterrados no fueran retenidos por sus tumbas? En efecto, ese mismo fue el propósito de la muerte de Cristo; que por medio de ella nosotros tuviésemos vida, no muerte. Cristo expiró, las tumbas se abrieron y la tierra tembló.
Desde Adán, la muerte fue la herencia de la humanidad. Desde Cristo, la vida es la herencia de aquellos que renuncian al pecado para hallar salvación en él. ¿Acaso no dice la Escritura que “de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no muera mas tenga vida eterna? La violencia de la muerte de Cristo radica en que él murió y la tierra literalmente tembló.
Pero a pesar de lo extraordinario que fue, Cristo no tuvo su fin con su muerte en la tierra de los que mueren. Sería natural pensar eso. Su muerte cambió nuestro destino eterno, pero eso no fue todo.
El Evangelio según San Mateo no culmina su historia con la muerte de Cristo. El evangelio del día de hoy continúa contándonos otra historia aún más extraordinaria que la muerte de Cristo.
Si Cristo murió y la tierra tembló, la historia continúa diciendo en el evangelio de hoy que luego su resurrección, la tierra también tembló. El verso dos del último capítulo de Mateo dice que “hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella.” Si a la muerte de Cristo le siguieron varias señales sobrenaturales, en la mañana de su resurrección también ocurrieron varias señales sobrenaturales.
Lo primero que escuchamos es que hubo un gran terremoto. Si la muerte de Cristo violentó las leyes de la naturaleza, su resurrección también violentó las leyes de la naturaleza. Cuando el ángel del Señor desciende y mueve la piedra que cerraba la tumba nos damos cuenta que Cristo no está en ella. Cristo no necesitaba mover la roca que cerraba su tumba para salir de ella. No hay tumba humana que pueda retener a aquel que con su muerte venció a la muerte. Cristo no estaba en la tumba donde fue puesto.
Hay algo muy interesante que demuestra el poder de Cristo sobre la muerte y es lo que el ángel que descendió del cielo hizo. No hay una señal mas contundente de que Cristo venció la muerte que la de ver a su ángel mover la piedra a la entrada de la tumba vacía en la que él había sido enterrado. Y no solamente mover la piedra; una vez el ángel mueve la piedra, ¿saben qué hace? ¡Se sienta en ella! Estas acciones reflejan que contrario a lo que los humanos pensamos acerca del poder de la muerte está lo que Cristo piensa acerca del poder de la muerte, y eso es lo siguiente, “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Corintios 15:54,55)
En la Biblia, los que se sientan están asociados con tronos y poder. Son reyes y jueces, y Cristo es ambos. Nos dice la carta a los colosenses, la segunda lectura para hoy, que ya que hemos sido resucitados con Cristo, debemos buscar “las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios.” (Colosenses 3:1)
Si la tumba estaba vacía, ¿qué necesidad había de abrirla? Cristo se iba a aparecer de todos modos a sus discípulos. Sin embargo, era necesario abrir la tumba para testimonio a las mujeres que fueron al sepulcro esa mañana. El ángel les dijo, “No tengan miedo. Yo sé que están buscando a Jesús, el que fue crucificado. No esta aquí, sino que ha resucitado, como dijo. Vengan a ver el lugar donde lo pusieron.” Ese lugar donde habían puesto a Jesús estaba vacío. Ese lugar donde habían puesto a Jesús permanece vacío. Cristo resucitó y la tierra tiemblo. La naturaleza sintió el poder de su resurrección.
Pero Cristo no murió y resucito por la naturaleza; él lo hizo por nosotros. El resultado directo de la resurrección de Cristo es también nuestra resurrección, prometida a nosotros por su victoria sobre la muerte. Si tenemos la promesa de resucitar con Cristo, la palabra nos exhorta a que pensemos “en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues hemos muerto y ahora nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo mismo es nuestra vida. Cuando él aparezca, nosotros también apareceremos con él y tendremos parte en su gloria.” (Colosenses 3:2-4)
Esto me recuerda la historia de un mendigo que vivía en Paris. Cuenta la historia que el mendigo sucio y maloliente tocaba un viejo violín. En el suelo frente a él estaba su boina, con la esperanza de que los transeúntes se apiadaran de su condición y le arrojaran algunas monedas para llevar a casa. El pobre hombre trataba de sacar una melodía, pero era del todo imposible identificarla debido a lo desafinado del instrumento, y a la forma displicente y aburrida con que tocaba ese violín.
Un famoso concertista, que junto a unos amigos salía de un teatro cercano, pasó frente al mendigo. Todos arrugaron la cara al oír aquellos sonidos tan discordantes. El concertista echó una mirada a las pocas monedas en el interior de la boina del mendigo, y decidió hacer algo. Le solicitó el violín. Y el mendigo musical se lo prestó con cierto recelo. Lo primero que hizo el concertista fue afinar sus cuerdas.
Y entonces, vigorosamente y con gran maestría arrancó una melodía fascinante del
viejo instrumento. Los amigos comenzaron a aplaudir y los transeúntes comenzaron
a arremolinarse para ver el improvisado espectáculo. Al escuchar la música, la gente de la cercana calle principal acudió también y pronto había una pequeña multitud escuchando arrobada el extraño concierto. La boina se llenó no solamente de monedas, sino de muchos billetes de todas las denominaciones. Mientras el maestro sacaba una melodía tras otra, con tanta alegría. El mendigo musical estaba aún más feliz de ver lo que ocurría y no cesaba de dar saltos de contento y repetir orgulloso a todos: “¡¡Ese es mi violín!! ¡Ese es mi violín!”. Lo cual, por supuesto, era rigurosamente cierto.
Se puede decir que nuestra condición era tanto la del mendigo como la del violín ya que ambos sufrieron una gran transformación. Pero yo prefiero decir que nuestra condición se asemejaba más a la del violín ya que el instrumento en las manos del mendigo estaba prácticamente muerto. Pero en las manos del maestro el violín resucitó. No fue hasta que el maestro concertista puso sus manos en el violín que se supo que ese instrumento tenía vida. El toque del concertista hizo la diferencia. Cristo es ese maestro concertista que nos da la vida que nosotros no podemos darnos a sí mismos. Es más, Cristo es quien nos levanta de nuestra muerte para sentarnos con él en su reino. Gracias a que él resucitó nuestra vida se ha convertido en una melodía para él y para el mundo. Cristo resucitó y la tierra tembló al son de:
¡Aleluya! Cristo ha resucitado.
¡Es verdad! El Señor ha resucitado. ¡Aleluya!
Amén.