El evangelio de hoy nos presenta a un hombre incapacitado por la ceguera. Este hombre era ciego no en virtud de que perdió la vista luego de haber nacido sino porque nació ciego. Y como es natural para una sociedad moldeada a verlo todo como una maldición o bendición de Dios, los discípulos de Cristo hacen la pregunta acerca de la causa de la ceguera del ciego. “¿Fueron sus padres o fue él mismo el que pecó?” La ceguera en sí misma es una condición muy triste, pero atribuirle su causa al pecado propio o de los padres es un agravante muy serio.
Ser ciego en tiempos de Jesús significaba estar condenado a vivir de la caridad de los demás. Ser ciego en tiempos de Cristo quería decir que la vida propia dependía de la misericordia que tuviesen aquellos a los que se les pedía limosna. El Nuevo Testamento presenta la gran desesperación (y a la vez esperanza) de los ciegos al encontrarse con Jesús, por ejemplo, Bartimeo el ciego. El estigma social de que no se contaba con el favor de Dios sino con la maldición de Dios era algo con lo que un ciego tenía que vivir por el resto de su vida. Para la mayoría de las personas un ciego equivalía a nadie, era prácticamente inexistente o invisible.
Ante ese cuadro nada favorecedor para una persona incapacitada por la ceguera, llega Cristo para romper con los esquemas preestablecidos de la sociedad en cuanto las personas incapacitadas. También los sordos, los mudos, los cojos y los mancos, los leprosos y los endemoniados eran víctimas del justo juicio de Dios según las convenciones religiosas de la sociedad judía en tiempos de Jesús. La razón, explica Cristo, de porqué el ciego era ciego no se hallaba en su pecado ni en el pecado de sus padres. La ceguera no era un asunto de pecado generacional—el pecado de los padres visitado en los hijos. Sino un lamentable hecho de la condición humana afectada no por el pecado de nadie en particular sino por el pecado de todos en general comenzando con Adán.
Es aquí cuando Cristo afirma, “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.” Ante la patente oscuridad del ciego, Cristo declara “soy la luz del mundo.” Esa declaración hubiese sido suficiente para devolverle la vista al ciego, pero Cristo nunca hizo las cosas de manera convencional. Cristo, en lo que el evangelio relata hoy, escupe en la tierra y hace barro con la tierra que ha escupido. Toda una escena totalmente asqueante.
La saliva de nuestra boca tiene muchas propiedades que ayudan en la descomposición y digestión de la comida y, de hecho, tiene propiedades antibacteriales. También hay tierras que tienen propiedades minerales y ayudan a proteger la piel cuando se aplica como lodo. Sin embargo, la combinación de tierra y saliva como tratamiento para la ceguera es única en Jesucristo. Nunca antes se había visto algo semejante y nunca después se vio. Si pensamos detenidamente en ello, de todas las cosas que podríamos pensar para untarnos en los ojos, lo menos que usaríamos sería barro, especialmente si queremos ver con claridad.
Irónicamente, Cristo enloda los ojos de un ciego para que el que no vé vea. Claro, Cristo no simplemente le dio al ciego un tratamiento de barro mineral mezclado con saliva humana. Cristo le dice al ciego “ve a lavarte al estanque de Siloé.” Pienso que aparte de la incomodidad, para el ciego no habría ninguna diferencia entre tener los ojos sucios o limpios. Su verdadero problema era uno más serio, que no podía ver. Cristo violenta la naturaleza de unos órganos delicados del cuerpo humano aplicándoles tierra y saliva. Nosotros usaríamos de todo para nuestros ojos menos esos dos elementos. Sin embargo, Cristo, la luz del mundo, puede usar lo que él quiera incluyendo algo naturalmente oscuro y además sucio como el barro, para sacar de la oscuridad a un hombre que nunca ha visto la claridad del día con sus propios ojos.
Cristo se vale de los medios menos esperados para obrar en nuestras vidas. Estoy seguro de que la sensación de alguien tocando nuestros ojos de manera áspera e inesperada resultaría ser muy incómoda, pero Dios a menudo nos incomoda para traer cambios importantes a nuestra vida. Si queremos que Dios nos bendiga, él lo hará de una manera completamente desconocida para nosotros, pero el resultado en nosotros será evidente como la luz del día. El ciego pudo dar testimonio del eso.
Dice Juan,
El ciego fue y se lavó, y cuando regresó ya podía ver. Los vecinos y los que antes lo habían visto pedir limosna se preguntaban:
--¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?
Unos decían:
--Sí, es él.
Otros decían:
--No, no es él, aunque se le parece.
Pero él mismo decía:
--Sí, yo soy.
Entonces le preguntaron:
--¿Y cómo es que ahora puedes ver?
Él les contestó:
--Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo untó en los ojos, y me dijo: 'Ve al
estanque de Siloé, y lávate.' Yo fui, y en cuanto me lavé, pude ver.
Dios nos untará barro en los ojos si tiene que hacerlo con tal de que veamos su luz.
Siloé, el nombre del estanque, significa “Enviado”. En un juego de palabras, Cristo envío al ciego al Enviado. Y es que Cristo nos envía, nos pone en marcha, inicia el proceso de sanidad, de reconciliación, de perdón, de crecimiento en nuestras vidas y todo esto se da para que como sucedió con el ciego la gloria de Dios se manifieste en
nuestras vidas.
Si pensamos en el estanque del Enviado, ¿acaso no fue Cristo el enviado por el Padre para redimirnos y limpiarnos de nuestro pecado, así como el ciego fue limpiado del suyo? Del mismo modo, Cristo nos envía a una humanidad perdida y sumida en la oscuridad para que conozcan al que es agua limpia para limpiar nuestra suciedad y luz del mundo para curar nuestra ceguera.
Dice un viejo refrán que no hay peor ciego que el que no quiere ver. El milagro del ciego creo una de las disputas más grandes registradas en el Nuevo Testamento. El revuelo que provocó la sanidad del ciego en la comunidad inmediata fue tan grande que el concilio judío interrogó al ciego dos veces para corroborar si en verdad era él el que había sido sanado. Al no creer que era él, interrogaron a sus padres, quienes confirmaron que el que había sido ciego era su hijo. Aun así los líderes religiosos no creyeron y terminaron expulsando al ciego de la sinagoga.
Cristo también nos enseña hoy que hay una ceguera más profunda que la ceguera física. Cristo se vale de la tierra y de su saliva para erradicar la ceguera física de un hombre ciego de nacimiento, pero la comunidad inmediata de ese hombre ciego de nacimiento está llena de hombres que no están limitados por una incapacidad física sino espiritual.
El verdadero problema del hombre no es el no poder ver con sus ojos. Nuestro verdadero problema es no poder ver con nuestra alma. Cristo fue enviado para que nosotros saliéramos de las tinieblas. De principio a fin en su evangelio, Juan hace énfasis en que Cristo es la luz del mundo. Juan dice en el primer capítulo de su evangelio que en Cristo “estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla.”
La gran contienda de los fariseos con el ciego y al final con Cristo es la gran contienda del hombre con Dios. Dios quiere darnos luz y nosotros queremos oscuridad. Dios quiere limpiar nuestra ceguera y nosotros queremos seguir siendo ciegos. La solución está en el Enviado, no el estanque sino Cristo mismo.
En las palabras del ciego, “ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo untó en los ojos, y me dijo: 'Ve al estanque de Siloé, y lávate.' Yo fui, y en cuanto me lavé, pude ver.” Mis amados hermanos, vayamos al estanque de Siloé. Ese estanque de agua limpia se llama Cristo. Amén.
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